Contar con experiencias que parten de un desarrollo realizado por docentes, a raíz de una práctica educativa contrastada y fundamentada, suelen ser acciones bien acogidas por el sector educativo, puesto que basan esa teoría, que también aportan, en datos empíricos sobre su efectividad y funcionamiento. Acciones que la mayoría de las veces son tan positivas y efectivas, porque parten de un principio básico en psicopedagogía, como es partir del nivel de desarrollo del individuo; pero más importante aún, porque hacen el aprendizaje real.
“The best thing a partnering teacher can do to keep learning real is to make everything he or she is teaching come directly from the world of the students […]”. (Prensky, 2010).
¿Lo hacemos? Creo sinceramente que esta es la primera y única pregunta que como docentes deberíamos hacernos cuando salimos del aula. ¿Hemos tenido en cuenta cómo estaban, a nivel grupal y a nivel individual? ¿Hemos actuado moviéndonos dentro de unos parámetros adecuados y “reales” para nuestros estudiantes? ¿Ha sido nuestra aula una extensión más de su mundo, o los hemos transportado a un mundo paralelo, en el mejor de los casos, desfasado y desligado del presente, en la mayoría de ellos? Son muchas las formas de conseguir esto, muchas las maneras de continuar con nuestras alumnas y alumnos en su mismo mundo, aprovechando todas y cada una de las ventajas con las que cuentan las diversas herramientas que nos aporta esa realidad, para modificar el aprendizaje y conseguir que nuestras acciones tengan efectos aún más positivos.
De siempre he pensado que el juego era una de las principales herramientas que como docentes tenemos que utilizar dentro de nuestras aulas, como maestro de primaria, centrado en la edad de mis alumnas y alumnos, sé que este tipo de dinámicas permiten construir nuevas formas de actuar, siempre que se ajusten a “su mundo”. Formas de actuar que buscan la motivación y con ello el poder entrar en estado de flujo y así aumentar su rendimiento de forma totalmente exponencial. Muchos de nuestros alumnos y alumnas experimentan esta sensación por sí mismos, otros muchos no saben lo que es.
“El 20%, según parece, de las personas experimentan momentos de flujo al menos una vez al día y entorno al 15% jamás entran en dicho estado”. (Goleman, 1970).
Pero el juego por sí solo no es suficiente, sobre todo si no está ajustado al contexto real del alumnado. Cualquier docente puede recordar juegos de su infancia, los padres y madres de nuestro alumnado recordarán también esos juegos, o quizá sean diferentes. Las abuelas y abuelos recordarán los suyos. En todos los casos estos juegos tienen cosas en común, motivan, permiten que el individuo que los juega entre en estado de flujo, tienen reglas y hacen uso de objetos para poder ponerlos en práctica. Pero es este aspecto el que hace que observemos también diferencias en los juegos que se practican en función de la generación, y es que estos objetos van a estar siempre en consonancia con la realidad que cada persona tenía en el momento que los realizaba. Nuestros alumnos juegan con sus móviles, porque estos existen y por ello sus juegos se adaptan a la realidad “tecnológica” con la que cuentan.
Estos objetos son los utensilios del juego. Los utensilios del juego pueden combinar elementos tecnológicos; digitales y analógicos; activos y pasivos; de uso individual y en grupo; pueden ser de muchas formas, pero solo son eso, utensilios que usamos en el juego.
Los juegos son herramientas, estas herramientas por sí solas no aportarán nada si no se usan correctamente, pero cuando se emplean de forma adecuada dentro del aula, son el mejor aporte que conozco para encauzar y dinamizar cualquier sesión educativa.
Así, como docente busco jugar, busco hacerlo en el contexto real de mi alumnado, busco que se motiven y que así entren en flujo, busco combinar las estructuras que usé en mi infancia con las nuevas posibilidades, para así obtener algo nuevo.
“The challenge is to find a way to marry structure and freedom to create something altogether new”. (Thomas y Seely, 2011)